Estos días, colaborando con Vicente Benlloch en su libro sobre
árboles singulares de la provincia, me he dado cuenta de que no hay un árbol al
que pondría nombre propio. Planté un pino, o dos o tres, porque había que
hacerlo. Como escribir libros y tener hijos. Pero los pinos los perdí de vista
enseguida. No tengo ni la más remota idea de dónde paran. En cambio sé que
desaparecieron las moreras a las que iba con mi padre a recoger hojas para los
gusanos de seda. Y también un olmo enorme que estuvimos viendo una madrugada
entera, mientras caminábamos a La Marmota. Ocurrió en la adolescencia. Parecía
que no íbamos a llegar nunca a su altura. Nos sirvió de guía y estímulo. Pero
llegamos. Y quedó atrás para siempre. El otro día me di cuenta de que ya no
está.