Comentaba el inolvidable José Antonio Tendero en sus penúltimos
tiempos que había dejado de hacer crítica de cine porque se habían llevado las
salas al extrarradio de Albacete y para ver películas había que ir de excursión
con la merendera. Una salida elegante, porque sabía que definitivamente estaba
exiliado del arte al que había entregado su pasión y su ingenio. Al irse se
llevó la pronunciación españolizada de los nombres americanos, Antoni Cuén o Jon
Uston, que había memorizado antes de que en España se inventara el inglés. Cuando
evoco al maestro, caigo en la cuenta de que las salas de cine de mi vida
también han ido mudándose y muriendo, como bombardeadas. Arrasaron el salón
donde los Salesianos nos proyectaban películas las tardes de los domingos. El ambiente
nervioso y dulzón de aquel patio de butacas pesa más que las decenas de
películas que vi, aunque me dejó huella aquella en que unos seres, mitad
tortugas mitad aspiradoras, absorbían el calcio de las personas hasta convertirlas
en estropajo. No he olvidado el nombre ni el silbido que emitían aquellos silicatos.
Tampoco la única vez que fui al cine de la mano de mi madre. La niñez cambia el
mapa de la ciudad, pero fue en El Productor y echaban Peter Pan. Los bocadillos
de tortilla y los espagueti western en la pantalla arrugada del cine de verano.
Ya en la adolescencia sobrevivimos a un programa doble en Carretas. Empezaba
con Crisis mortal, subtitulada La venganza del girasol. Aún oigo el tableteo
insorportable de una máquina de escribir y sigo buscándole sentido a aquella
infamia en el sopor de una tarde de agosto sin aire acondicionado. A los diez
minutos quedábamos tres espectadores. La segunda se llamaba Puño de hierro y era
también horrenda, pero nos gustó, por el abismal contraste. Luego desfilamos
por el Goya, el Carlos III, acudimos al primer extrarradio, al de Pryca, al de
Albacenter, a la romántica Candilejas, ahora a los Yelmo. Y sin embargo nos
queda la Filmoteca, magnífica recuperación de una sala en el corazón de la
ciudad. Será por esa costumbre de infancia que tolero peor las películas en la
tele y en el ordenador. No se sueñan igual.
27 nov 2015
21 nov 2015
Ese miedo no es nuestro
Los tableteos de los kalashnikov y las personas bomba de
París no desataron nuestro miedo de forma inmediata. Primero quisimos saber qué
estaba pasando, ya que las primeras informaciones fueron tan atropelladas y
dispersas que desorientaban más que ayudaban. El periodismo se ha tenido que
adaptar a nuestro afán de sincronía, de querer estar en nuestra vida y al mismo
tiempo en el lugar de la noticia. Por eso lo primero que nos sirve es confusión:
el ruido de las explosiones, las sirenas, las quejas de los heridos, las
evoluciones de la policía a la que persiguen los camarógrafos, por cierto
temerariamente. Antes de que nadie pudiera asimilarlo, cuando todavía las
piezas del rompecabezas estaban buscándose para encajar sobre el tapete, los
tertulianos ya adelantaban sus conclusiones. Esa es otra de las características
de la prensa actual: hay un grupo de enterados que medran emitiendo opiniones
antes de haberse estudiado los temas, antes de conocerlos, analizarlos y
dominarlos. A veces incluso se les presenta como expertos, para justificar su
presencia y reforzar lo que dicen. Y lo que dicen son demasiadas veces barruntos
unánimes, como si obedeciesen a una misma consigna. Las intuiciones de estos
oráculos nos situaron en una guerra abierta contra ISIS en la que salíamos
perdiendo. Como los medios compiten por ser los más seguidos, y como el morbo
vende, proliferaron los mensajes alarmistas hasta desatar una epidemia de
pavor. Es cierto que el terrorismo es un fenómeno imprevisible. Pero también es
cierto que este terrorismo lo han creado las armas e incluso el entrenamiento
de los ejércitos occidentales, y es cierto que crece gracias a que no se les
dejan salidas dignas, ni siquiera como refugiadas, a las personas que viven
donde está el petróleo que todos se disputan. Pero, más que los ataques de Mali
o de París, lo que nos está matando es que la mitad de los españoles siga en paro,
que los que trabajan no tengan un sueldo digno y que los que gobiernan digan
que esto va mejorando y que hay que seguir así. Esa es la guerra que estamos
perdiendo. La perspectiva de que eso no cambie, esa sí que da pánico de verdad.
12 nov 2015
Despertemos al diplodocus
El diplodocus es la educación. O más concretamente el
sistema educativo español. Desde hace unas semanas sale en las noticias. Mucho
menos que del separatismo catalán, pero aun así se está hablando de Educación
en España, lo que constituye una novedad esperanzadora. Lo ha conseguido José
Antonio Marina, filósofo toledano que le escribió una carta muy dura al nuevo
ministro de Educación instándole a que reaccionara para corregir los desmanes
de su antecesor, el aborrecido Wert. La desconcertante respuesta de Íñigo
Méndez fue encargarle a Marina que elaborara un libro blanco de la Educación en
España. Un libro blanco es una guía neutral para entender un problema. El
encargo implica reconocer que la educación española es un problema. José
Antonio Marina lleva décadas investigando la inteligencia y la educación; dirige
una universidad de padres; ha sido catedrático de instituto hasta que se
jubiló; es uno de los ensayistas más laureados de España. En resumen, es uno de
nuestros mejores especialistas en Educación. No tengo muy claro por qué, pero
no cae simpático entre sus colegas filósofos. El ministro tampoco le ha hecho
un favor porque en España cualquier encargo que proceda directamente de un
partido te encasilla sin remedio. Encima se ha divulgado que propone evaluar a
los profesores y pagarles en función de los resultados, y tiene encalabrinado
al colectivo. Tras leer su último libro, creo más bien que defiende que hay que
evaluarlo todo para corregir lo que falla y darle alicientes al docente. Afirma
en este libro que podemos mejorar la Educación española de forma significativa en
cinco años. Lo ha llamado Despertad al
diplodocus. Propone una conspiración en la que participemos todos, desde
las escuelas al Estado, pasando por las familias, las ciudades y las empresas.
Con pequeños pasos de cada cuál en su ámbito. No menciona cómo superar la falta
de diálogo entre los partidos y cómo vencer la hegemonía de la Iglesia
Católica. Pero está claro que tomar conciencia de que hay un problema y querer
cambiarlo son dos pasos fundamentales. Lo peliagudo es cómo lo hacemos. Pero me
apunto a soplarle en la oreja al diplodocus.
5 nov 2015
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