27 nov 2015

Los cines inquietos

Comentaba el inolvidable José Antonio Tendero en sus penúltimos tiempos que había dejado de hacer crítica de cine porque se habían llevado las salas al extrarradio de Albacete y para ver películas había que ir de excursión con la merendera. Una salida elegante, porque sabía que definitivamente estaba exiliado del arte al que había entregado su pasión y su ingenio. Al irse se llevó la pronunciación españolizada de los nombres americanos, Antoni Cuén o Jon Uston, que había memorizado antes de que en España se inventara el inglés. Cuando evoco al maestro, caigo en la cuenta de que las salas de cine de mi vida también han ido mudándose y muriendo, como bombardeadas. Arrasaron el salón donde los Salesianos nos proyectaban películas las tardes de los domingos. El ambiente nervioso y dulzón de aquel patio de butacas pesa más que las decenas de películas que vi, aunque me dejó huella aquella en que unos seres, mitad tortugas mitad aspiradoras, absorbían el calcio de las personas hasta convertirlas en estropajo. No he olvidado el nombre ni el silbido que emitían aquellos silicatos. Tampoco la única vez que fui al cine de la mano de mi madre. La niñez cambia el mapa de la ciudad, pero fue en El Productor y echaban Peter Pan. Los bocadillos de tortilla y los espagueti western en la pantalla arrugada del cine de verano. Ya en la adolescencia sobrevivimos a un programa doble en Carretas. Empezaba con Crisis mortal, subtitulada La venganza del girasol. Aún oigo el tableteo insorportable de una máquina de escribir y sigo buscándole sentido a aquella infamia en el sopor de una tarde de agosto sin aire acondicionado. A los diez minutos quedábamos tres espectadores. La segunda se llamaba Puño de hierro y era también horrenda, pero nos gustó, por el abismal contraste. Luego desfilamos por el Goya, el Carlos III, acudimos al primer extrarradio, al de Pryca, al de Albacenter, a la romántica Candilejas, ahora a los Yelmo. Y sin embargo nos queda la Filmoteca, magnífica recuperación de una sala en el corazón de la ciudad. Será por esa costumbre de infancia que tolero peor las películas en la tele y en el ordenador. No se sueñan igual.

21 nov 2015

Ese miedo no es nuestro

Los tableteos de los kalashnikov y las personas bomba de París no desataron nuestro miedo de forma inmediata. Primero quisimos saber qué estaba pasando, ya que las primeras informaciones fueron tan atropelladas y dispersas que desorientaban más que ayudaban. El periodismo se ha tenido que adaptar a nuestro afán de sincronía, de querer estar en nuestra vida y al mismo tiempo en el lugar de la noticia. Por eso lo primero que nos sirve es confusión: el ruido de las explosiones, las sirenas, las quejas de los heridos, las evoluciones de la policía a la que persiguen los camarógrafos, por cierto temerariamente. Antes de que nadie pudiera asimilarlo, cuando todavía las piezas del rompecabezas estaban buscándose para encajar sobre el tapete, los tertulianos ya adelantaban sus conclusiones. Esa es otra de las características de la prensa actual: hay un grupo de enterados que medran emitiendo opiniones antes de haberse estudiado los temas, antes de conocerlos, analizarlos y dominarlos. A veces incluso se les presenta como expertos, para justificar su presencia y reforzar lo que dicen. Y lo que dicen son demasiadas veces barruntos unánimes, como si obedeciesen a una misma consigna. Las intuiciones de estos oráculos nos situaron en una guerra abierta contra ISIS en la que salíamos perdiendo. Como los medios compiten por ser los más seguidos, y como el morbo vende, proliferaron los mensajes alarmistas hasta desatar una epidemia de pavor. Es cierto que el terrorismo es un fenómeno imprevisible. Pero también es cierto que este terrorismo lo han creado las armas e incluso el entrenamiento de los ejércitos occidentales, y es cierto que crece gracias a que no se les dejan salidas dignas, ni siquiera como refugiadas, a las personas que viven donde está el petróleo que todos se disputan. Pero, más que los ataques de Mali o de París, lo que nos está matando es que la mitad de los españoles siga en paro, que los que trabajan no tengan un sueldo digno y que los que gobiernan digan que esto va mejorando y que hay que seguir así. Esa es la guerra que estamos perdiendo. La perspectiva de que eso no cambie, esa sí que da pánico de verdad.

12 nov 2015

Despertemos al diplodocus

El diplodocus es la educación. O más concretamente el sistema educativo español. Desde hace unas semanas sale en las noticias. Mucho menos que del separatismo catalán, pero aun así se está hablando de Educación en España, lo que constituye una novedad esperanzadora. Lo ha conseguido José Antonio Marina, filósofo toledano que le escribió una carta muy dura al nuevo ministro de Educación instándole a que reaccionara para corregir los desmanes de su antecesor, el aborrecido Wert. La desconcertante respuesta de Íñigo Méndez fue encargarle a Marina que elaborara un libro blanco de la Educación en España. Un libro blanco es una guía neutral para entender un problema. El encargo implica reconocer que la educación española es un problema. José Antonio Marina lleva décadas investigando la inteligencia y la educación; dirige una universidad de padres; ha sido catedrático de instituto hasta que se jubiló; es uno de los ensayistas más laureados de España. En resumen, es uno de nuestros mejores especialistas en Educación. No tengo muy claro por qué, pero no cae simpático entre sus colegas filósofos. El ministro tampoco le ha hecho un favor porque en España cualquier encargo que proceda directamente de un partido te encasilla sin remedio. Encima se ha divulgado que propone evaluar a los profesores y pagarles en función de los resultados, y tiene encalabrinado al colectivo. Tras leer su último libro, creo más bien que defiende que hay que evaluarlo todo para corregir lo que falla y darle alicientes al docente. Afirma en este libro que podemos mejorar la Educación española de forma significativa en cinco años. Lo ha llamado Despertad al diplodocus. Propone una conspiración en la que participemos todos, desde las escuelas al Estado, pasando por las familias, las ciudades y las empresas. Con pequeños pasos de cada cuál en su ámbito. No menciona cómo superar la falta de diálogo entre los partidos y cómo vencer la hegemonía de la Iglesia Católica. Pero está claro que tomar conciencia de que hay un problema y querer cambiarlo son dos pasos fundamentales. Lo peliagudo es cómo lo hacemos. Pero me apunto a soplarle en la oreja al diplodocus.


5 nov 2015

La malsana obsesión con los sondeos

Lavarse las manos continuamente o comprobar una y otra vez que cerramos la puerta con llave. Y en vez de estar en lo que estamos, estar con la mente en otro sitio preguntándonos si hemos apagado la cocina.