25 dic 2015

Vivir o hacerse selfis

Decía Pascal, y han repetido otros muchos autores, que todos nos vamos contando nuestra historia a nosotros mismos, y que esa historia es nuestra identidad. Cualquiera que se haya parado y haya conseguido apartarse lo suficiente del ruido ambiental como para pensar, se habrá dado cuenta de que hablaba consigo mismo. Si la voz cambia de tono y de personaje, y se transforma por ejemplo en Pepito Grillo o nos ordena hacer cosas violentas o estrafalarias, quizá haya que preocuparse. Pero si solo hay una voz, se trata del hilo imparable de nuestros pensamientos. Claro que los tiempos han cambiado y al hilo sonoro se le adhieren imágenes. Hace años, mi amigo Pipiyo me preguntó si sentía que una música acompañaba a mis distintas actividades. Hasta entonces no reparé en que mi vida era una película sin banda sonora. Hay otras limitaciones: no podemos ser al mismo tiempo el personaje y el cámara ¿Quién nos filma entonces? Los que hemos crecido en las leyendas que conforman la cultura católica asumimos que Dios es omnipresente y nos contempla en todo momento y en todo lugar. Una amiga me comentaba que de pequeña tenía reparos en visitar el retrete porque se sentía observada por Dios hasta en esos momentos íntimos. Aquellos a los que la fe nos abandonó hemos perdido también al director de nuestra película y muchas veces descuidamos el perfil o el posado en el encuadre. Para compensarlo, muchos se aferran al frenesí tecnológico y llevan cámaras en la frente cuando montan en moto o hacen puenting, y se hacen selfis a todas horas y miran la vida a través de la cámara de su móvil para que no se desperdicie ni un detalle de lo que hacen, con quién están y dónde. No viven, o no sienten que están viviendo de forma plena, si no fotografían. Confían sus emociones a las imágenes y supongo que luego buscarán ratos para rumiar lo que fotografiaron, de tal manera que viven en diferido lo que no vivieron íntegramente en directo. De este modo evitan la ansiedad de haber pasado por las experiencias sin guardar una prueba de haberlas vivido. Tras observar el fenómeno, el hilo de mis pensamientos también deja constancia en este artículo.

18 dic 2015

Caca de vaca

Hace treinta años, visité Trevélez, un pequeño pueblo alpujarreño. Solo recuerdo que sus calles estaban literalmente forradas de excrementos de rumiante. Aparte de la incomodidad de ir mirando por dónde pisaba, lo que quizá me impidió apreciar otros valores del municipio, aquella proliferación me pareció de lo más normal en un pueblo ganadero. Es de suponer que cualquiera de nuestros concejos, incluido este donde vivimos, hace menos tiempo del que nos figuramos estuvo igual de sembrado como consecuencia del trasiego de rebaños y acémilas. Sin embargo, los tiempos cambian que es una barbaridad y con ellos la cultura, que no es otra cosa que nuestra forma de mirar el suelo. Hemos llegado al extremo de que nos molesta la presencia de una sola deposición en nuestro ámbito. Curiosamente no es raro que la pisemos sin danos cuenta. Y ya hemos comprobado que, en contra del rumor popular, no trae premio. Ahora que han retrocedido los rumiantes, los autores de la fechoría son casi siempre perros. Perros que tienen dueño, al que se le exige, por civismo, que recoja los residuos y los aparte de nuestra vista y de nuestro avance. Ahora bien, ¿dónde acaba el espacio protegido? Mi mujer y yo solemos pasear por un sendero situado a cinco minutos del pueblo. El otro día, un señor y su perro de lanas paseaban delante de nosotros. De pronto el animal, con naturalidad canina, se detuvo y defecó. Mi mujer, más impulsiva, al ver que se alejaban, le preguntó al dueño si pensaba recoger la huella del delito. El sendero es estrecho, muy transitado y suele estar limpio. El hombre arguyó que aquello era campo y que la sustancia en cuestión era biodegradable. Se le indicó que era un problema de urbanidad. Replicó que urbanidad viene de urbe y que aquello no era una urbe, pero que miraría si alguna ley lo prohibía y que, en caso que así fuera, volvería a recogerla. Al regresar, comprobamos que se lo había pensado mejor. Y se lo agradecimos mentalmente. Así, sin catarnos, vamos ampliando los límites libres de impurezas fecales y disminuyendo nuestra tolerancia al excremento. Con nostalgia, me pregunté si en Trevélez habrán cambiado las cosas.

12 dic 2015

Un café para entender el fanatismo

El sábado que viene a las nueve de la noche estrenamos Un café bien cargado, una obra teatral en la que dos terroristas dilucidan una cuenta pendiente. Será en la Sala Ea Teatro, en los antiguos cines Candilejas. Dirige el montaje Engracia Cruz y los actores José Zafrilla y Juan Cris Perona encarnan a los sicarios de ETA que se encuentran después de varios años y retoman un duelo que tenían pendiente. No se trata de un duelo a tiros, como los del Oeste, sino de algo más sutil. Porque las personas mantenemos duelos sin darnos cuenta. Competimos por un aparcamiento, por un trabajo, por llevar la voz cantante en una tertulia, por un ligue. Como toda la información que recibimos sobre el terrorismo está mediatizada por las fechorías que cometen los activistas y por los macabros efectos de sus acciones, cuando les salen bien, inconscientemente simplificamos y tendemos a pensar que los terroristas no son personas, sino monstruos. Pero es evidente que, además de monstruos, son personas que tienen sus inquietudes, sus miedos, sus cabreos. Personas que se enamoran y que comen y van al baño como cualquier hijo de vecino. De hecho, pueden ser el hijo del vecino. Lo que aparentemente los diferencia de la normalidad es que tienen enquistada una obsesión que ellos confunden con una idea. En definitiva, son fanáticos. El fanatismo no es un fenómeno exclusivo del terrorismo. Todos somos fanáticos en algún campo. La diferencia es que no matamos a nadie. Hay fanatismos benignos, como ser del Real Madrid y cegarse defendiendo a Cristiano Ronaldo, o del Barcelona y tener a Messi en el altar íntimo. A un fanático es imposible convencerlo porque no está dominado por una idea sino por un sentimiento, y contra los sentimientos no hay razonamiento que valga. De hecho la principal condición para ser un fanático es no aceptar que uno es un fanático. El fin de semana que viene, las urnas se llenarán de votos de personas que no conciben ni se plantean que pueda existir una opción que no sea la de siempre. Nosotros representaremos Un café bien cargado para tratar de entender que nada de lo humano, ni siquiera el terrorismo, nos es ajeno.

3 dic 2015

Paraíso, hasta que llegamos

Uno de los más grandes favores que uno puede hacerle al planeta, además de firmar para que el Ártico sea un santuario, es no revelarle a nadie, pero absolutamente a nadie, las coordenadas de ese lugar maravilloso que tanto nos gusta. En cuanto se nos vaya la boca y se entere alguien, lo hemos sentenciado. Porque a estas alturas es muy evidente que una de las grandes pulsiones humanas es hacerse una casa en el paraíso. Si puede ser en medio mismo, mejor. Y si puede ser un chalé de lujo, mucho mejor, porque esa es la señal con la que los listos marcan su poderío en la tierra. Paradójicamente, uno de los ingredientes esenciales del paraíso es que no haya casas en los alrededores. Y si puede ser, que no haya tampoco luces artificiales ni asfalto, ni todas esas materias que conforman lo que hoy entendemos como civilización, que equivale a decir urbanización. Una señora en Fuerteventura se desmayó porque la metían en la cárcel. Y la metían en la cárcel porque se había negado a derribar su chalé, construido en el Parque Natural de Corralejo. Hasta aquí lo que he entendido de las noticias, que me parece muy razonable. Lo que no he leído es que lo mismo que la señora hicieron en los años ochenta dos grupos hosteleros, que construyeron dos hoteles como sendas pirámides de Egipto justo en medio del Parque, de tal manera que los alisos que traían el jable y lo iban amontonando y convirtiendo en dunas de arena encontraron taponado su trayecto. Como consecuencia, las dunas, que constituyen la esencia del Parque, se han ido empobreciendo. Y ese mismo empobrecimiento lo he encontrado este verano visitando parajes que fueron de difícil acceso hasta los años sesenta, cuando a algún avispado se le ocurrió que el faro tenía que verlo todo el mundo y barrenó la montaña para construir un túnel y trazó un camino donde había una senda y luego lo asfaltó para que se pueda subir hasta en bici. Al llegar a esta línea alguien sabrá ya a qué faro me refiero, pero no pienso revelar las coordenadas, aunque hace tiempo que dejó de ser un paraíso para convertirse en un sitio pintoresco. Igual aún podemos salvarlo de la urbanización definitiva.