Hace treinta años, visité Trevélez, un pequeño pueblo alpujarreño.
Solo recuerdo que sus calles estaban literalmente forradas de excrementos de
rumiante. Aparte de la incomodidad de ir mirando por dónde pisaba, lo que quizá
me impidió apreciar otros valores del municipio, aquella proliferación me
pareció de lo más normal en un pueblo ganadero. Es de suponer que cualquiera de
nuestros concejos, incluido este donde vivimos, hace menos tiempo del que nos
figuramos estuvo igual de sembrado como consecuencia del trasiego de rebaños y
acémilas. Sin embargo, los tiempos cambian que es una barbaridad y con ellos la
cultura, que no es otra cosa que nuestra forma de mirar el suelo. Hemos llegado
al extremo de que nos molesta la presencia de una sola deposición en nuestro
ámbito. Curiosamente no es raro que la pisemos sin danos cuenta. Y ya hemos
comprobado que, en contra del rumor popular, no trae premio. Ahora que han
retrocedido los rumiantes, los autores de la fechoría son casi siempre perros.
Perros que tienen dueño, al que se le exige, por civismo, que recoja los
residuos y los aparte de nuestra vista y de nuestro avance. Ahora bien, ¿dónde
acaba el espacio protegido? Mi mujer y yo solemos pasear por un sendero situado
a cinco minutos del pueblo. El otro día, un señor y su perro de lanas paseaban
delante de nosotros. De pronto el animal, con naturalidad canina, se detuvo y
defecó. Mi mujer, más impulsiva, al ver que se alejaban, le preguntó al dueño
si pensaba recoger la huella del delito. El sendero es estrecho, muy transitado
y suele estar limpio. El hombre arguyó que aquello era campo y que la sustancia
en cuestión era biodegradable. Se le indicó que era un problema de urbanidad.
Replicó que urbanidad viene de urbe y que aquello no era una urbe, pero que
miraría si alguna ley lo prohibía y que, en caso que así fuera, volvería a
recogerla. Al regresar, comprobamos que se lo había pensado mejor. Y se lo
agradecimos mentalmente. Así, sin catarnos, vamos ampliando los límites libres
de impurezas fecales y disminuyendo nuestra tolerancia al excremento. Con
nostalgia, me pregunté si en Trevélez habrán cambiado las cosas.
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