23 ene 2017

Los últimos cien días de Berlín

ANTONIO ANSUÁTEGUI
Los cien últimos días de Berlín
Edición de José Luis García Martín
Renacimiento. Espuela de plata. Sevilla, 2016
Si Antonio Ansuátegui hubiera vivido en nuestro tiempo, hubiera contado en las redes sociales su estremecedor testimonio. Pero lo vivió entre 1944 y 1945. Era un estudiante de ingeniería, sin preparación ni convicción para convertirse en reportero, y sin embargo, cuando los amigos insistieron en que escribiese su experiencia, se aplicó a la tarea como el más eficiente cronista de guerra. Había estado en Berlín para ampliar sus estudios y el declive del ejército nazi le sorprendió enamorado de la hija de uno de sus profesores. Esa fue la razón por la que decidió no abandonar el país, cuya capital estaba empezando a sufrir demoledores bombardeos. Aceptó seguir estudiando en Breslau, una ciudad más cercana al peligro ruso. Pero eso no lo sabía cuando se bajó en la estación. Entonces le pareció una ciudad tranquila. La guerra fue convirtiendo de un día para otro cada paraíso en un nuevo infierno. Después escapó a Dresden y a Leipzig y aún logró volver a una Berlín ya convertida en un horno de ruinas que seguían demoliendo los bombarderos aliados. Cada uno de estos episodios constituye una pequeña odisea que Ansuátegui pudo contar porque debía ser muy hábil en las relaciones sociales y le acompañó la suerte. Nos cuenta con apabullante naturalidad, casi ingenua, lo que comentaban los alemanes de a pie cuando aún se creían dueños del mundo y cuando el mundo empezó a tragárselos. Reproduce chistes que circulaban de boca en boca sobre el pragmatismo sádico del Führer, sobre el delirio de Göring por los uniformes, sobre la impopularidad de Himmler, Ribbentrop y Rosenberg. También sobre el carácter mentiroso de Goebbels, al que sin embargo adoraban. Y esto es lo más estremecedor. Cuenta Ansuátegui que en los momentos previos a la caída de Berlín, cercados y sin escapatoria, «el Ministro de Propaganda logró que el pueblo alemán no solo no temiera este ataque sino que lo deseara e incluso se impacientara por el retraso en producirse». Si Goebbels podía manipular los ánimos hasta esos límites con los medios de entonces, qué no podrán manipular para adueñarse del poder en supuestas democracias Berlusconi, Putin, Trump u otros individuos tan cercanos que solo alcanzamos a verlos borrosos. «Creo que solo la historia podrá dar con el tiempo un juicio desapasionado sobre las cosas y yo me limito a reproducir cuadros y escenas por mí vividas», asume Ansuátegui, que sobrevivió a la guerra mundial y sin embargo desapareció del mapa en la pax española, después de alabar a su artífice en el último párrafo del libro.

25 dic 2015

Vivir o hacerse selfis

Decía Pascal, y han repetido otros muchos autores, que todos nos vamos contando nuestra historia a nosotros mismos, y que esa historia es nuestra identidad. Cualquiera que se haya parado y haya conseguido apartarse lo suficiente del ruido ambiental como para pensar, se habrá dado cuenta de que hablaba consigo mismo. Si la voz cambia de tono y de personaje, y se transforma por ejemplo en Pepito Grillo o nos ordena hacer cosas violentas o estrafalarias, quizá haya que preocuparse. Pero si solo hay una voz, se trata del hilo imparable de nuestros pensamientos. Claro que los tiempos han cambiado y al hilo sonoro se le adhieren imágenes. Hace años, mi amigo Pipiyo me preguntó si sentía que una música acompañaba a mis distintas actividades. Hasta entonces no reparé en que mi vida era una película sin banda sonora. Hay otras limitaciones: no podemos ser al mismo tiempo el personaje y el cámara ¿Quién nos filma entonces? Los que hemos crecido en las leyendas que conforman la cultura católica asumimos que Dios es omnipresente y nos contempla en todo momento y en todo lugar. Una amiga me comentaba que de pequeña tenía reparos en visitar el retrete porque se sentía observada por Dios hasta en esos momentos íntimos. Aquellos a los que la fe nos abandonó hemos perdido también al director de nuestra película y muchas veces descuidamos el perfil o el posado en el encuadre. Para compensarlo, muchos se aferran al frenesí tecnológico y llevan cámaras en la frente cuando montan en moto o hacen puenting, y se hacen selfis a todas horas y miran la vida a través de la cámara de su móvil para que no se desperdicie ni un detalle de lo que hacen, con quién están y dónde. No viven, o no sienten que están viviendo de forma plena, si no fotografían. Confían sus emociones a las imágenes y supongo que luego buscarán ratos para rumiar lo que fotografiaron, de tal manera que viven en diferido lo que no vivieron íntegramente en directo. De este modo evitan la ansiedad de haber pasado por las experiencias sin guardar una prueba de haberlas vivido. Tras observar el fenómeno, el hilo de mis pensamientos también deja constancia en este artículo.

18 dic 2015

Caca de vaca

Hace treinta años, visité Trevélez, un pequeño pueblo alpujarreño. Solo recuerdo que sus calles estaban literalmente forradas de excrementos de rumiante. Aparte de la incomodidad de ir mirando por dónde pisaba, lo que quizá me impidió apreciar otros valores del municipio, aquella proliferación me pareció de lo más normal en un pueblo ganadero. Es de suponer que cualquiera de nuestros concejos, incluido este donde vivimos, hace menos tiempo del que nos figuramos estuvo igual de sembrado como consecuencia del trasiego de rebaños y acémilas. Sin embargo, los tiempos cambian que es una barbaridad y con ellos la cultura, que no es otra cosa que nuestra forma de mirar el suelo. Hemos llegado al extremo de que nos molesta la presencia de una sola deposición en nuestro ámbito. Curiosamente no es raro que la pisemos sin danos cuenta. Y ya hemos comprobado que, en contra del rumor popular, no trae premio. Ahora que han retrocedido los rumiantes, los autores de la fechoría son casi siempre perros. Perros que tienen dueño, al que se le exige, por civismo, que recoja los residuos y los aparte de nuestra vista y de nuestro avance. Ahora bien, ¿dónde acaba el espacio protegido? Mi mujer y yo solemos pasear por un sendero situado a cinco minutos del pueblo. El otro día, un señor y su perro de lanas paseaban delante de nosotros. De pronto el animal, con naturalidad canina, se detuvo y defecó. Mi mujer, más impulsiva, al ver que se alejaban, le preguntó al dueño si pensaba recoger la huella del delito. El sendero es estrecho, muy transitado y suele estar limpio. El hombre arguyó que aquello era campo y que la sustancia en cuestión era biodegradable. Se le indicó que era un problema de urbanidad. Replicó que urbanidad viene de urbe y que aquello no era una urbe, pero que miraría si alguna ley lo prohibía y que, en caso que así fuera, volvería a recogerla. Al regresar, comprobamos que se lo había pensado mejor. Y se lo agradecimos mentalmente. Así, sin catarnos, vamos ampliando los límites libres de impurezas fecales y disminuyendo nuestra tolerancia al excremento. Con nostalgia, me pregunté si en Trevélez habrán cambiado las cosas.

12 dic 2015

Un café para entender el fanatismo

El sábado que viene a las nueve de la noche estrenamos Un café bien cargado, una obra teatral en la que dos terroristas dilucidan una cuenta pendiente. Será en la Sala Ea Teatro, en los antiguos cines Candilejas. Dirige el montaje Engracia Cruz y los actores José Zafrilla y Juan Cris Perona encarnan a los sicarios de ETA que se encuentran después de varios años y retoman un duelo que tenían pendiente. No se trata de un duelo a tiros, como los del Oeste, sino de algo más sutil. Porque las personas mantenemos duelos sin darnos cuenta. Competimos por un aparcamiento, por un trabajo, por llevar la voz cantante en una tertulia, por un ligue. Como toda la información que recibimos sobre el terrorismo está mediatizada por las fechorías que cometen los activistas y por los macabros efectos de sus acciones, cuando les salen bien, inconscientemente simplificamos y tendemos a pensar que los terroristas no son personas, sino monstruos. Pero es evidente que, además de monstruos, son personas que tienen sus inquietudes, sus miedos, sus cabreos. Personas que se enamoran y que comen y van al baño como cualquier hijo de vecino. De hecho, pueden ser el hijo del vecino. Lo que aparentemente los diferencia de la normalidad es que tienen enquistada una obsesión que ellos confunden con una idea. En definitiva, son fanáticos. El fanatismo no es un fenómeno exclusivo del terrorismo. Todos somos fanáticos en algún campo. La diferencia es que no matamos a nadie. Hay fanatismos benignos, como ser del Real Madrid y cegarse defendiendo a Cristiano Ronaldo, o del Barcelona y tener a Messi en el altar íntimo. A un fanático es imposible convencerlo porque no está dominado por una idea sino por un sentimiento, y contra los sentimientos no hay razonamiento que valga. De hecho la principal condición para ser un fanático es no aceptar que uno es un fanático. El fin de semana que viene, las urnas se llenarán de votos de personas que no conciben ni se plantean que pueda existir una opción que no sea la de siempre. Nosotros representaremos Un café bien cargado para tratar de entender que nada de lo humano, ni siquiera el terrorismo, nos es ajeno.

3 dic 2015

Paraíso, hasta que llegamos

Uno de los más grandes favores que uno puede hacerle al planeta, además de firmar para que el Ártico sea un santuario, es no revelarle a nadie, pero absolutamente a nadie, las coordenadas de ese lugar maravilloso que tanto nos gusta. En cuanto se nos vaya la boca y se entere alguien, lo hemos sentenciado. Porque a estas alturas es muy evidente que una de las grandes pulsiones humanas es hacerse una casa en el paraíso. Si puede ser en medio mismo, mejor. Y si puede ser un chalé de lujo, mucho mejor, porque esa es la señal con la que los listos marcan su poderío en la tierra. Paradójicamente, uno de los ingredientes esenciales del paraíso es que no haya casas en los alrededores. Y si puede ser, que no haya tampoco luces artificiales ni asfalto, ni todas esas materias que conforman lo que hoy entendemos como civilización, que equivale a decir urbanización. Una señora en Fuerteventura se desmayó porque la metían en la cárcel. Y la metían en la cárcel porque se había negado a derribar su chalé, construido en el Parque Natural de Corralejo. Hasta aquí lo que he entendido de las noticias, que me parece muy razonable. Lo que no he leído es que lo mismo que la señora hicieron en los años ochenta dos grupos hosteleros, que construyeron dos hoteles como sendas pirámides de Egipto justo en medio del Parque, de tal manera que los alisos que traían el jable y lo iban amontonando y convirtiendo en dunas de arena encontraron taponado su trayecto. Como consecuencia, las dunas, que constituyen la esencia del Parque, se han ido empobreciendo. Y ese mismo empobrecimiento lo he encontrado este verano visitando parajes que fueron de difícil acceso hasta los años sesenta, cuando a algún avispado se le ocurrió que el faro tenía que verlo todo el mundo y barrenó la montaña para construir un túnel y trazó un camino donde había una senda y luego lo asfaltó para que se pueda subir hasta en bici. Al llegar a esta línea alguien sabrá ya a qué faro me refiero, pero no pienso revelar las coordenadas, aunque hace tiempo que dejó de ser un paraíso para convertirse en un sitio pintoresco. Igual aún podemos salvarlo de la urbanización definitiva.


27 nov 2015

Los cines inquietos

Comentaba el inolvidable José Antonio Tendero en sus penúltimos tiempos que había dejado de hacer crítica de cine porque se habían llevado las salas al extrarradio de Albacete y para ver películas había que ir de excursión con la merendera. Una salida elegante, porque sabía que definitivamente estaba exiliado del arte al que había entregado su pasión y su ingenio. Al irse se llevó la pronunciación españolizada de los nombres americanos, Antoni Cuén o Jon Uston, que había memorizado antes de que en España se inventara el inglés. Cuando evoco al maestro, caigo en la cuenta de que las salas de cine de mi vida también han ido mudándose y muriendo, como bombardeadas. Arrasaron el salón donde los Salesianos nos proyectaban películas las tardes de los domingos. El ambiente nervioso y dulzón de aquel patio de butacas pesa más que las decenas de películas que vi, aunque me dejó huella aquella en que unos seres, mitad tortugas mitad aspiradoras, absorbían el calcio de las personas hasta convertirlas en estropajo. No he olvidado el nombre ni el silbido que emitían aquellos silicatos. Tampoco la única vez que fui al cine de la mano de mi madre. La niñez cambia el mapa de la ciudad, pero fue en El Productor y echaban Peter Pan. Los bocadillos de tortilla y los espagueti western en la pantalla arrugada del cine de verano. Ya en la adolescencia sobrevivimos a un programa doble en Carretas. Empezaba con Crisis mortal, subtitulada La venganza del girasol. Aún oigo el tableteo insorportable de una máquina de escribir y sigo buscándole sentido a aquella infamia en el sopor de una tarde de agosto sin aire acondicionado. A los diez minutos quedábamos tres espectadores. La segunda se llamaba Puño de hierro y era también horrenda, pero nos gustó, por el abismal contraste. Luego desfilamos por el Goya, el Carlos III, acudimos al primer extrarradio, al de Pryca, al de Albacenter, a la romántica Candilejas, ahora a los Yelmo. Y sin embargo nos queda la Filmoteca, magnífica recuperación de una sala en el corazón de la ciudad. Será por esa costumbre de infancia que tolero peor las películas en la tele y en el ordenador. No se sueñan igual.