24 jul 2015

Buscando un árbol con nombre propio

Estos días, colaborando con Vicente Benlloch en su libro sobre árboles singulares de la provincia, me he dado cuenta de que no hay un árbol al que pondría nombre propio. Planté un pino, o dos o tres, porque había que hacerlo. Como escribir libros y tener hijos. Pero los pinos los perdí de vista enseguida. No tengo ni la más remota idea de dónde paran. En cambio sé que desaparecieron las moreras a las que iba con mi padre a recoger hojas para los gusanos de seda. Y también un olmo enorme que estuvimos viendo una madrugada entera, mientras caminábamos a La Marmota. Ocurrió en la adolescencia. Parecía que no íbamos a llegar nunca a su altura. Nos sirvió de guía y estímulo. Pero llegamos. Y quedó atrás para siempre. El otro día me di cuenta de que ya no está.
Por supuesto he contemplado e incluso he tocado algunos de los ciento noventa ejemplares que recoge Benlloch en su libro. Como el tejo viejo, una catedral viva. Pero ha sido de visita, como visitamos un monumento en una ciudad ajena a la que puede que volvamos o puede que no. Escribió Eugenio Montes que los árboles nos contemplan con las manos en los bolsillos. Cada uno de ellos es un individuo, una especie de vagabundo quieto que observa sin prisa lo que sucede a su alrededor. Yo en cambio no aprecio su individualidad. Los veo a bulto. El bosque no me deja ver los árboles. Con ninguno he experimentado la epifanía de Newton con el manzano o el consuelo de Ana Frank con el castaño. Tampoco la desesperación del pastor que se cobijó de una tormenta o el que encontró en el árbol un cómplice para librarse de un lobo hambriento. No siento la ternura de un maestro cuyas cenizas reposan junto una carrasca, ni ni el júbilo de mi amigo Ángel Aguilar, que se abraza a un árbol en un poema. Empiezo a pensar que la carencia de un árbol de referencia, la manera de mirar los árboles, es lo que te define irremediablemente como urbanita, vivas donde vivas. Pero esto puede cambiarse. Mientras escribo este artículo, el viento caldeado de julio mece ante mis ojos las agujas de un pino enorme. Siempre ha estado frente a la ventana de mi escritorio. Y no lo había visto hasta ahora.

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