2 oct 2015

El fútbol de los recreos

Asisto una vez más en el recreo al espectáculo por excelencia, el de un número indeterminado de chiquillos que se disputan un objeto pardo, y lo persiguen en bandadas por el patio del instituto. Casi no caben, pero eso no parece hacer mella en su entusiasmo. El número varía. Son muchos los que están atentos a las evoluciones del juego, participando con plena atención, aunque transcurra en la otra punta durante la mayor parte del tiempo y apenas lleguen a contactar con el ansiado móvil dos veces o ninguna en todo el recreo. Como si el hecho de mantener su posición fuera estratégicamente importante.
Los más patean con frenesí, con la cabeza gacha, manteniendo a salvo, como si fuera una antorcha, lo que les queda aún del bocadillo. Pero también son legión los que permanecen aparentemente ajenos, charlando y bromeando con otros, interponiendo corrillos en la supuesta cancha, hasta que de pronto, si pasa cerca el objeto de tanta devoción, se incorporan a la pelea como infiltrados que aguardasen el momento e intervienen con plena conciencia, perfectamente orientados hacia una de las porterías. Aunque hablar de portería es mucho decir. Porque una de ellas lo es en efecto, de balonmano. Intento establecer cuál es la otra y me parece un milagro que ellos la identifiquen. Y sin embargo, por las trazas y los ademanes, hay un portero, sin que exista una delimitación a simple vista de dónde empieza un poste y dónde acaba el otro. Ni siquiera el balón es un balón, aunque en algún momento debió de serlo y tuvo una esfericidad pulida y un color atractivo, costó dinero y posó glorioso en una estantería. Ahora está deforme y descolorido, los pies se hunden en su superficie al pisotearlo o patearlo, más que rodar es arrastrado, y le baila algún fleco indefinible como si fuera una momia de balón más que un balón. Me explican que es mejor así, que está menos saltarín, menos huidizo y surca menos veces la verja metálica para escapar del recinto. Pregunto quién gana y se encogen de hombros. Mi padre me contaba que en su infancia jugaban con un atado de trapos. A mí me parecieron balón y porterías. Porque sí, fui uno más de esa bandada.


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