15 ago 2015

Ver las estrellas

La luz de esas estrellas ya ha ocurrido, escribió Carlos Marzal. Viene hasta nosotros recorriendo distancias que no caben en la imaginación de un niño. Algunas se apagaron, pero su oscuridad definitiva todavía falta mucho para que llegue hasta nosotros. Puede que alcancen a verla nuestros nietos, o nuestros descendientes mucho más lejanos, que en este momento tampoco acertamos a imaginar cómo serán. Seguimos viendo la luz que esas estrellas fueron. Y en medio del océano indescifrable del cosmos, vemos también oscuridades donde tal vez los primates de los que descendemos atinaron a ver un astro que todavía brillaba.
Es verano, hemos venido a perseguir bólidos y estrellas fugaces en torno a la constelación de Perseo, pero en realidad estamos escrutando el árbol genealógico de nuestros átomos. Aunque estamos en el corazón de agosto, sentimos frío. Notamos que la garganta empieza a resentirse y tenemos que abrigarnos. Es verdad que los calores tórridos han aflojado un poco y que al pasar la medianoche el aire se enfría y el cuerpo desciende a la temperatura del sueño. También es verdad que para que la experiencia merezca la pena hay que alejarse de los espacios cotidianos, empañados todos por una contaminación lumínica que borra el firmamento, y aventurarse en parajes despoblados y desabrigados, donde hay que tener un ojo en el cielo y otro en los hierbajos que se cimbrean alrededor, donde ni siquiera hay cobertura para el móvil. Pero sobre todo  hay que abrigarse porque sobrecoge hallarse frente a frente con esa infinitud incomprensible, inabarcable, pasmosa. Ante tan desorbitada magnitud, el pensamiento no sabe cómo continuar y se interrumpe. Con la misma fugacidad con que esas partículas de cometa se incendian al frotarse con la atmósfera, cruzan por nuestra mente sensaciones de película, la pregunta de si habrá otra vida inteligente, los agujeros negros, la materia oscura que solo existe en las ecuaciones de los científicos y sin embargo existe, el big bang enigmático, lo pequeños que somos. Mirando al cielo en esas noches, vemos sin maquillaje nuestro tamaño verdadero. Y el de las pequeñeces que nos agobiaban.


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