29 ago 2015

La poción mágica

Parece que nos molestan los tramposos, pero es solo una pose. En realidad solo nos molesta que los demás lo sean. «Todo el mundo tiene un precio y yo puedo comprar a cualquiera», farfulla Donald Trump, ese energúmeno multimillonario que aspira a convertirse en presidente de los Estados Unidos. Y lleva razón. ¿Quién renunciaría a tomar una poción mágica que le insuflara superpoderes, aunque fuera por un rato? Yo creo que nadie. Seguro que el lector se autoexcluiría. Pero imagínese que esa poción le va a permitir ganar una competición deportiva de los campeonatos del mundo de Atletismo, o los de Natación, o el Tour de Francia, que va a granjearle la satisfacción de derrotar a todos, de subirse a lo más alto del podio, de recibir una medalla y llorar un poco mientras suena el himno y las cámaras recogen cada parpadeo.
Y luego que vengan el dinero, la fama, el glamur. Una vez, explicándoles a mis alumnos de la ESO lo malo que es doparse, uno de ellos levantó la mano y dijo: «Pues yo me doparía si supiera que iba a ser campeón». «¿Ya, pero si luego te pillan?». «Entonces que me quiten lo bailado». «¿Y si el dopaje te enferma?» «¿Y si no?» «¿Y si sí?» «Que me quiten lo bailado». Si lo piensa un chaval de quince años, qué puede pensar el competidor de una final de los cien metros por ejemplo. Si está limpio, mirará con desconfianza a sus rivales temiendo que no lo estén. En la Olimpiada de 1988 pillaron al canadiense Ben Johnson y lo desposeyeron enseguida. Pero resulta que casi todos los que corrieron esa final llevaban liebre. Aunque las otras tardaron más en salir. Los santeros del dopaje van tan por delante de los detectores que a Lance Armstrong lo pillaron cinco años después del último de sus títulos, cuando era tan famoso que vivía en una nube. Se dopaban los antiguos atletas olímpicos griegos y se dopan los opositores a notarías. Menos se entiende que se dopen los deportistas veteranos, los juveniles y hasta el que va al gimnasio a hacer pesas y solo puede ganarse a sí mismo. Pero hasta Asterix era un tramposo. Aunque al menos su poción era comunitaria y servía para mantener a su pueblo invicto ante los romanos.

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